sábado, 3 de septiembre de 2016

UNA SENSACIÓN EXTRAÑA

Estambul. Foto de Stanko Abadzic

En su última novela “Una sensación extraña”, el premio Nobel turco Orhan Pamuk narra la epopeya de un migrante urbano: Mevlut  Karatas.
El protagonista sale de Anatolia con su padre y radica cincuenta años en una de las ciudades más intensas del planeta: Estambul. En ese tiempo Mevlut ve transformarse, en paralelo, su vida y la ciudad. Una ciudad como pocas dividida por un estrecho que separa nada menos que a Europa de Asia y que soporta, en grado superlativo, contradicciones culturales milenaristas.
La novela recorre un inmenso mosaico social. En medio de ese juego humano de formas y colores Pamuk relata las desventuras del protagonista que, por retraído y tímido, comete innumerables equivocaciones en dos temas capitales: sus amores y su desarrollo material. Se casa con dos hermanas de la manera más inusitada y no puede, sino hasta el final de su vida, lograr algo de éxito económico. 
Pero un oficio le permite conocer de verdad a esa inmensa ciudad. Decide ser vendedor ambulante de una bebida típica turca: la “boza”. Como gremialista errante debe caminar por los diferente barrios, plazas y palacios para ver, sentir y oler la ciudad del Cuerno de Oro. Mientras pasan los años, Mevlut se conforma con esa vida nómada e impávido ve como su entorno familiar se va llenando de billetes y propiedades con un negocio inmobiliario que crece al ritmo de la mancha urbana.
En ese largo transcurso Mevlut vive experiencias sociales y transformaciones urbanas como si fueran las nuestras: golpes de estado, marginalidad, crecimiento desordenado, especulación de tierras, avasallamientos, privatizaciones, carteles del líder de turno en cada esquina, contaminación ambiental y visual, y todo el muestrario de una ciudad victima del desarrollo capitalista dependiente. Con todo ello, Pamuk no sólo retrata a un estambulita, sino a un paceño o a cualquier ciudadano urbano que se bate entre paradigmas culturales y políticos de diverso cuño.
Orhan Pamuk es uno de mis autores favoritos. Quizá por dos razones. Primero porque estudió arquitectura que cambió, felizmente, por la literatura. Y segundo, porque la arquitectura y la ciudad están presentes en sus novelas como un componente vital y significativo: moldea a sus personajes al mismo ritmo que encuadra sus espacios.
Al final de su vida Mevlut se da cuenta que no sólo vende “boza”. Él deambula como el “flaneur” de Baudelaire y Benjamin, y en ese caminar sin  rumbo fijo  Mevlut dialoga con su ciudad que en cada esquina, puerta o casa le murmura algo.

Moraleja dicha con total desparpajo: Si cultivamos un diálogo entre la ciudad y nosotros como si hablaran dos seres vivos, el futuro de ambos será intensamente humano y menos mercachifle.

sábado, 30 de enero de 2016

ALASITA Y LOS "CHOLETS"

Hace más de cincuenta años visito la Alasita. Admiré casi todas sus versiones gozando del ingenio y la maestría de sus artistas, y también, protestando por los extravíos del consumismo.
Sin embargo, la Alasita ha crecido. Es una institución poderosa dentro del imaginario urbano paceño por sus múltiples creaciones. Antes como estudiante y ahora como  arquitecto me detengo en los locales de casitas para aprender con esos ejemplos que son un referente de los gustos y las tendencias de la arquitectura popular paceña. Y esas obras han evolucionado en dos aspectos. Primero de escala. Antes se presentaban pequeñas casas coloridas que ilusionaban a los compradores: la “casita de ensueño”. Después, con el arribo de la construcción en altura  (iniciada en las dictaduras militares y que continúa boyante), se privilegian los  edificios comerciales; es decir: el negocio inmobiliario. El segundo cambio es de material. Añoro las casitas de yeso de antaño y no me gustan las nuevas versiones hechas de vidrio reflejante mal trabajado.











Lo que no ha cambiado es ese gusto por la estridencia, el color y la mixtura que son tan propios de la construcción popular. Es una persistencia estilística que nos anima a decir que la Alasita es el germen de los actuales cholets, edificios cuyos autores son famosos internacionalmente como nunca antes en nuestra historiografía arquitectónica.
Y de ese proceso he escrito con ironía.   En un inicio bauticé el fenómeno como arquitectura chola, y posteriormente, arquitectura cohetillo. Ambos epítetos causaron salpullido en mentes acomplejadas y prejuiciosas. Prefieren denominaciones descafeinadas, sin gracia, para nombrar esta expresión paceña. Pero, por la Alasita, puedo afirmar que los cholets son una creación colectiva y sostenida en el tiempo. Un arte popular que fue alimentándose de múltiples fuentes y con variados autores. No hay que olvidar al padre Obermaier, o a la burguesía paceña que aportó con su zafarrancho posmoderno. Por ello, Freddy Mamani debe ser entendido como el pináculo, muy merecido por cierto, de todo ese proceso. En una frase mordaz:  la guinda sobre el pastel.
Tampoco este estilo llamado (inapropiadamente) “neoandino”, nace con el actual momento político. Los partidos políticos son duchos a la hora de apropiarse de la creatividad social. Basta recordar al MNR y el usufructo al muralismo del grupo Anteo. El arte se anticipa a la política con lucidez y armonía. Y, como en esas casitas de Alasita, es más transversal que los discursos y los slogans. Atraviesa la fiesta, la música, la danza para venderte en enero el edificio de tus sueños, ese que revienta con “piel, ritmo y fantasía”.